domingo, 31 de octubre de 2010

Un final inesperado

Las clases siempre me han parecido aburridas. Prefiero estudiar a asistir a clase. Las clases son muy relativas, varían en función de la interpretación de la sesión de cada profesor. Son pocos los que de verdad inculcan con sentimiento los conocimientos, la mayoría son funcionarios acomodados que hacen lo mismo una y otra vez, una y otra vez. Son mecánicos, monótonos, repetitivos, iguales, desmotivados y desesperados en silencio, apáticos, indiferentes y lo peor de todo es que no lo saben y muchos de ellos o ellas son aun jóvenes, muy jóvenes. Han buscado ciegamente el ocupar un lugar que no les aporta ni la más mínima motivación, sólo el resultado de la colocación y de la seguridad. Las más tristes de las seguridades sin la emoción de la aventura, del riesgo y de la incertidumbre del qué pasará o cómo saldré de esta, del logro, del triunfo, de la superación y de ese afán por escalar, por retarse uno mismo, por batirse y por llorar de alegría. ¿Habéis llorado alguna vez de alegría? Las lágrimas son diferentes, brillan como las estrellas en la noche y saben a triunfo, no a desolación ni a soledad. Alabo a los que murieron en el intento, a los verdaderos héroes, a los que escribieron la historia con mayúsculas y de los que siempre se hablará por tener la suerte de que hace tiempo estuvieron ahí y nos brindaron generosamente sus trazos, sus letras y sus formas, sus historias, aventuras y desventuras. Alabo a los que se quedaron sordos y a los que se quedaron ciegos, a los que le cortaron una oreja y a los que descubrieron después de muertos en la más miserable miseria.


José María Fernández Vega

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