domingo, 31 de octubre de 2010

La Princesa & el Caballero

El mensajero del rey corría sin aliento por las colinas, llevaba en su saca un mensaje de ayuda dirigido a un caballero. El mensajero corrió y corrió más hasta que llegó a la morada del caballero al que le cedió el mensaje:

Mi hija, la princesa de la tierra de la luz y del sol, ha sido raptada por un malvado dragón. Vivimos desconsolados y sólo un caballero como usted puede hacer algo por este pobre hombre que lo único que quiere es recuperar a su hija. Como recompensa ofrezco 1000 reales de oro de la corona que espero acepté de un buen agrado por su valor y ofrecimiento si nos ayuda. Le ruego que escuche mis palabras.El caballero sin dudar ni un sólo momento montó su caballo, fiel compañero en la batalla, y partió hacia la guarida del dragón. Cabalgó durante horas sin descanso hasta que por fin tuvo ante él el volcán donde en su pico más alto y en una mazmorra guardaba la princesa como su trofeo más preciado. El dragón salió a su encuentro. Su mirada era de azufre y su aliento de fuego como las llamas del infierno.

-¡Suelta a la princesa! –Exigió el caballero.

El dragón con mirada desafiante escupió una llamarada de fuego que el caballero esquivó blandiendo su espada. Corrió hacia el dragón, se apoyo en su pierna y de un salto llegó a la altura de su escamado cuello que cortó de un solo tajo y limpiamente con el afilado acero de su espada. El dragón cayó desplomado en su propia guarida, humillado por un extraño. El caballero se apresuró a buscar a la princesa y de un golpe seco abrió la celda que la encerraba. Cuál fue su sorpresa cuando la vio. Su cabello era dorado y rizado como los rayos del sol, sus ojos marrones como el mejor de los chocolates, su sonrisa era una mueca dibujada seguro por un virtuoso que quiso hacer de ella una princesa risueña. La montó en su caballo y cabalgaron hasta la tierra de la luz y del sol.

-Gracias caballero por salvarme del terrible dragón. –Dijo la princesa. No sé cómo podría agradeceros tal hazaña.

-Fue su padre el que pidió mi ayuda y ahora que la conozco sólo tengo que decir que ha sido un placer salvarla y por supuesto conocerla. Sepa princesa que la salvaría tantas veces como fuese necesario.

-Es un caballero valiente, merece todos mis respetos. Pediré a mi padre que la recompensa sea aun mayor de la que ofreció.

El caballo se detuvo en la puerta del castillo de la tierra de la luz y del sol. Habían llegado y no se habían dado cuenta.

-No quiero recompensa princesa. Dígaselo a su honrado padre. Mi única recompensa ha sido salvarla de tan voraz enemigo. –Dijo el caballero.

-Valiente y desinteresado a la vez. –Contestó la princesa mientras bajaba del caballo. ¿No va a pasar a conocer mi país y mi padre?

-No princesa, ya he hecho bastante y debo marcharme, quizás alguien necesite de mí en algún momento.

-Tomad entonces estos diez reales de oro de la corona de la misma mano de la princesa como obsequio.

-Gracias dijo el caballero que acepto el obsequio con honor.

Mientras se marchaba se detuvo en el camino para ver a la princesa quién sabe si por última vez.


El caballero, sentado, con la espada desenvainada y la punta apoyada en el suelo la hacía girar sobre sí misma como una peonza. Su codo estaba apoyado sobre su pierna dejando caer el peso de su cuerpo cómodamente sobre ella. Meditando, acariciaba su mentón. Con la mirada perdida, pensaba. El recuerdo de la bella princesa lo asaltaba, así que se levantó y batió su capa con energía. Envainó su espada y llamó a su corcel con un sonoro silbido. Rápido se montó sobre él y cabalgó en busca de la princesa. Cabalgó durante horas por el país de las tinieblas donde nunca sale el sol, donde el frío es mortal, donde los árboles yacen petrificados como momias y donde el silencio es aterrador e inquietante. Cabalgó sin descanso hasta que al final del camino una luz encumbraba un destino anhelado, el país de la luz y del sol, donde en un castillo postrado en la colina más alta y grande albergaba a la princesa que lo recibió como al caballero que era, como al salvador que fue.

-Gracias caballero de nuevo por salvarme de las feroces garras del dragón. –Dijo la princesa. Te estaré siempre eternamente agradecida. Pero, ¿qué te trae por la tierra de la luz y del sol?

-Princesa. –Dijo el caballero mientras clavaba su rodilla en el suelo ante sus pies. El motivo de mi visita es presentarle mis saludos y decirle princesa que desde el día que la vi por primera vez la llevo en mi recuerdo, la tengo en todo momento presente. Princesa, vengo a reclamar su corazón.

-¡Pero qué dices! –Exclamó la princesa. Eres un apuesto caballero y podríais tener a la doncella que quisierais. Cualquiera de las doncellas del reino caería sin dudarlo ante vuestros pies. ¿Por qué yo?

-Es mi corazón quién decide que doncella es la que quiere, no mis ojos ni mi cabeza.

-Pides algo que no puedo darte caballero. No porque no lo merezcas, sino porque no estoy preparada para hacerlo. Me alagan tus palabras, sé que son sinceras, pero no puedo darte lo que pides.

El caballero, consternado, volvió por sus pasos hacia su morada, cruzando las mismas y desoladas tierras. Al día siguiente regresó para conseguir sin fortuna la misma respuesta. Al día siguiente volvió y la princesa triste no tuvo más remedio que dar la misma respuesta al caballero que no tuvo más remedio que volver de nuevo por sus mismos pasos. A la semana la princesa recibió una carta. En su solapa estampado el escudo del caballero en cera roja. Cogió un abrecartas y la abrió sin más deseosa de saber que decían sus letras:

Querida princesa. Mi lucha por conquistar su corazón ha sido más dura que vencer a muerte al mismísimo dragón en su guarida. No soy un famoso caballero sólo por ser apuesto y vencer dragones, si no por mi valentía, coraje y tenacidad. Pero me siento triste, he sido rechazado tres veces por la princesa que amo y esas son demasiadas aún para mí. Como buen caballero mi corazón es noble y sé cuando tengo que aceptar una derrota y como buen perdedor me marcho, me marcho para siempre…

La princesa abatida no daba crédito a las palabras que leía. Sus ojos se inundaron en océanos de tristes lágrimas. Corrió al balcón de su habitación desde donde divisaba todo el reino y gritó con fuerza el nombre del caballero al cálido viento del sur. -¡¡¡Caballero!!! –Gritó una y otra vez. ¡¡¡Caballero!!! Sus ojos se volvieron grises como la ceniza. El cielo tornó de un azul intenso a un grisáceo inerte. Bajó al jardín. A su paso los árboles verdes y relucientes, perdían su vida de eterna primavera y se deshojaban como en el otoño. Cayó de rodillas ante un estanque de nenúfares y flores de loto. Las lágrimas negras que se deslizaban por sus mejillas se evaporaban en la tierra cuando caían. La tierra no quería de ninguna de las formas albergar tanta tristeza en sus entrañas. Se asomó al estanque para mirarse. Los nenúfares huyeron con horror y el agua del estanque no tuvo más remedio que recibir las lágrimas de angustia de la princesa que desolada agarró un puñado de arena negra y la fue dejando correr por sus delicados dedos mientras mascullaba: -¿Por qué cuando puedo no lo quiero y cuando quiero no lo puedo?

De repente, de entre todos los nenúfares huidos, surgió uno que se acercaba hasta la princesa y posado sobre él una rana, la rana más sabia y vieja de todo el país de la luz y del sol. Sus arrugas eran tan marcadas y longevas como sus ancas y era tan famosa por su sabiduría que todos, totalmente todos, la visitaban como a un oráculo para pedir sus sabios consejos.

-¿Por qué la princesa de la tierra de la luz y del sol vierte por sus ojos lágrimas tan tristes como la soledad? – Preguntó la rana. Que hace que el sol se esfume entre grises nubes y que las flores se escondan como en el invierno más gélido.

-Porque mis palabras no dijeron la verdad que guardaban. –Contestó. Una princesa nunca debe mentir.

-¿Qué verdad? –Preguntó de nuevo la rana.

-He rechazado a un caballero como ninguno de los caballeros de ningún reino conocido por los hombres, elfos y demás criaturas existentes. Pero no sólo lo he rechazado una vez, sino hasta tres veces, y ahora se ha marchado para siempre, para siempre decían sus palabras. – Y volvió a llorar desconsolada la princesa.

-¿Cuál fue el motivo de tal triple rechazo?

-Le dije que no estaba preparada, que mi corazón no estaba en posición de ser ocupado. Dijo mientras secaba sus lágrimas entre sollozos.

-¿Y era verdad?

-No. –Respondió con la cabeza baja.

-¿Y cuál es la verdad?

-Que yo misma me protejo con un escudo protector y me hago invulnerable a los sentimientos que puedan surgir.

-¿Con qué motivo hiciste tal cosa?

-Porque tenía miedo.

-¿Miedo? –Preguntó la rana con sorpresa.

-Miedo, sí miedo y ahora mi miedo me ha hecho perderlo para siempre.

-Acaso no pensasteis que él tuvo miedo cuando luchó a muerte con el dragón para salvaros.

-Él es un caballero, los caballeros nunca tienen miedo.

-Quizás una vieja rana de un estanque no deba llevarle la contraria a una princesa, pero os equivocáis.

-¿Cómo? –Preguntó la princesa intrigada.

-¡Sí pasó miedo!, ¡claro que sintió miedo! –Exclamó la rana. El miedo, querida princesa, siempre está con nosotros. A veces no lo verás, no lo sentirás ni lo palparás, pero siempre os acompañará allá dónde vayáis, allá dónde viajéis. Los caballeros sólo muestran su valor nunca sus miedos princesa. Serían vulnerables. Pero el miedo al igual que el valor siempre les acompaña en sus hazañas. Tan aliado es el uno del otro como el otro del uno. El valor les proporciona seguridad pero el miedo les hace estar alertas, por eso sobreviven, porque el miedo los mantiene alerta ante sus peligros.

La princesa enmudeció y palideció su rostro como la cal con las palabras de la sabia rana. Durante un momento titubeo, sin entereza para decir nada en absoluto.

-¿Y aún teniendo miedo a la fría muerte fue a salvarme? –Preguntó la princesa.

-Sí. –Respondió rotunda la rana.

-¿Y aún teniendo miedo a un doloroso rechazo vino a ofrecerme su corazón?

-Sí. –Volvió a contestar la rana. Por eso son valientes los caballeros. No por matar alados dragones que escupen fuego y miran con ojos de azufre, sino por vencer sus propios miedos.

-¿Qué puedo hacer ahora? –Preguntó la princesa entre ahogos.

-Podéis demostrarle vuestro valor de la misma forma que lo hizo él.

-¿Cómo? –Volvió a preguntar la princesa. ¿Cómo puedo hacerlo?

-Podéis salir en su busca. –Contestó.

-¡Pero no sé dónde se encuentra!

-Podéis salir en su busca. –Repitió la rana.

La princesa estaba sumida bajo una duda tormentosa entre la búsqueda y la perdida, a la que terminó por vencer el anhelo del caballero. Sin más se levantó apresurada y corrió a las caballerizas. Por el camino gritaba que montaran a su mejor corcel. Un caballo español blanco, fuerte como un roble, seguro y osado como el mismo caballero. Su crin, larga y lacia caía por su robusto cuello como el agua deslizándose por una roca de manantial. Sin esperar ni un segundo lo montó y cabalgó hacía lo desconocido en busca del perdido caballero. Cabalgó por infinidad de lugares, por todos los confines del reino, paró en todas las viejas posadas de los caminos, en todas las apestosas tabernas de los puertos, preguntó a las gentes, animales, flores, soles y lunas, pero nadie le daba una esperada respuesta. Busco por todos los rincones habidos y por haber, pero el caballero seguía sin aparecer. Ya de vuelta, por un sendero solitario, preguntó a un vagabundo que caminaba en sentido contrario.

-Perdone que le molesté señor. Busco a un valeroso caballero valiente y apuesto. ¿Lo ha visto usted en algún lugar?

-Señorita, no conozco a ningún caballero, ni a nadie con las características que pregunta. Lo único que puedo decirle que allí. –Dijo señalando con el dedo. Lleva sentado varios días en la rivera del rio, junto a la torre centenaria cuyos ladrillos brillan como el oro y se reflejan en sus aguas como el destello dorado del sol, algo que parece un caballero. Lo único que hace es lanzar pequeñas piedras al agua donde pierde su mirada.

La princesa se giró y miró con entusiasmo, sus ojos se engrandecieron al comprobar que en efecto se trataba del caballero.

-¡Gracias! –Contestó la princesa. ¡Gracias y mil gracias más!

Dirigió su corcel hacía el caballero, lentamente, hasta que el hocico del caballo casi tocó su espalda. El caballo relinchó, pero el caballero no se molesto ni en observar quién se aventuraba.

-No tengo limosna que dar y poco servicio que ofrecer. –Dijo el caballero. Lo único que sé hacer es matar dragones y salvar princesas de sus afiladas garras. ¿Necesita que mate algún dragón? Puedo hacerle un buen precio, podríamos llegar a un buen acuerdo.

-¿Qué hace tan aguerrido caballero forjado como el acero de su espada sentado como un niño en la rivera del rio lanzando piedras a sus aguas?

El caballero, extrañado, frunció el ceño.

-Yo no soy un caballero, no me permiten tener corazón, sólo soy un mercenario que se mueve por miserable dinero. –Dijo mientras miraba las palmas de sus manos cubiertas de sangre mil veces en mil batallas anteriores.

-¿A qué se debe tal tristeza si no tiene corazón?

-Mi corazón está hecho pedazos y no hay pegamento posible que lo pueda arreglar. Hasta un caballero puede ser rechazado, no una ni dos, sino hasta tres veces por la misma princesa y esa es una losa que pesa más que el acero de mi armadura.

-¿Qué puede hacer una princesa, dentro de su arrepentimiento, por recuperar el anhelo del caballero?

-Nada, ya no hay nada que hacer, ya está todo hecho, ya se dijo todo, ya no tengo fuerzas para seguir luchando. He sido batido en la única lucha sin sangre en la que he participado y en la que me jugaba más que en ninguna otra.

-Entonces, ¿no hay forma de recuperar el corazón del caballero? –Preguntó la princesa.

El caballero movió su cabeza de lado a lado, de forma negativa, lánguidamente, sin mediar palabra.

-Es mejor que se marche. –Dijo el caballero. No me gusta repetirme, pero ya no hay nada que hacer. No sé quién demonios es usted. Veo que conoce a la princesa. No quiero que le mande ningún recado simplemente diga que no me encontró por mucho que buscó y jamás aparecí y nadie supo de mí. ¡Márchese! –Repitió.

La princesa abatida por las palabras de dolor del caballero volvió, por los mismo pasos por los que había llegado hasta allí, rumbo al palacio de la tierra de la luz y del sol dejando en su soledad a un caballero en su retiro.

Pasados varios días llegó al palacio un monje gregoriano con una túnica marrón que lo cubría completamente. Iba montado en un burro y del cuello del burro salía una cuerda en la que iba amarrado un poderoso y brioso corcel. Esa estampa llamó la atención de todos los presentes. ¿Por qué iba en un burro cuando podía montar un extraordinario caballo?

-¡Traigo un obsequio para la princesa! –Gritó el monje a viva voz. ¡Traigo este caballo para la princesa! –Volvió a pregonar el monje.

La princesa, alertada por el vocerío, se asomo a su balcón.

-¿Traéis un caballo para mí? ¿De quién? –Preguntó la princesa.

-No lo sé princesa. –Contestó el monje. Me pagó un caballero en un camino por traeros este caballo.-¿Cuánto os pago si es no mal intencionada mi pregunta?

-Diez reales de oro de la corona. –Contestó

-¿Cómo? –Preguntó extrañada. Eso es mucho dinero sólo por traer un caballo.

La princesa miró detenidamente el caballo. Era el caballo del caballero.

-Llevar el caballo a las caballerizas y dar cobijo y comida a este buen monje. –Dijo la princesa. Gracias amable monje por el recado, pero por favor, descubríos de vuestra túnica y dejad ver vuestra cara.

-Tenéis que perdonar a este humilde siervo. El paso de los años ha hecho mella en mi rostro y algún accidente ha desfigurado mi cara. Dejad que lleve mi vergüenza en secreto y en solitario princesa.

-Si así lo deseáis, así será. –Dijo la princesa y volvió a entrar en sus aposentos. ¿Por qué habrá mandado traer su caballo? ¿Qué lo habrá motivado para hacer tal cosa? ¿Dónde estará el caballero?

En ese momento alguien golpeo la puerta de la habitación.

-¿Quién anda ahí? –Preguntó la princesa sin recibir contestación ninguna.

Abrió la puerta y frente a ella el monje postrado ante su umbral. La princesa lo miró de arriba abajo y extrañada se percató de la coraza de acero de sus zapatos.

-¿Desde cuándo un monje lleva el acero de los zapatos de un caballero? –Se preguntó la princesa.

Levantó sus delicadas manos y agarró la capucha que cubría el rostro del monje dejando descubrir su vergüenza. Para el asombro de la princesa no se trataba de ningún monje sino del mismísimo caballero en persona que se mantenía serio, con la mirada fija en las pupilas de su princesa. La princesa, asombrada, no cabía en su asombro. Lo agarró de un brazo y no lo invitó a entrar en su alcoba sino que lo obligó. El caballero sin dudarlo se dejó llevar. La princesa de una patada cerró la puerta. Ella mordió sus labios, él beso su cuello como si fuesen sus mejillas. Ambos cayeron en el lecho y se perdieron durante toda la noche y hasta el amanecer entre sus sabanas, entre el calor de sus cuerpos, entre el secreto de sus miradas y sus palabras. Desde aquel día el sol nunca dejó de brillar en la tierra de la luz y del sol, las flores lucían sus mejores galas de primavera y aquella tierra que por un tiempo perdió su esencia jamás volvió a volverse gris y triste.


José María Fernández Vega


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