domingo, 3 de julio de 2011

La pared

Resulta que tan nombrado muro, por más que agudizara la vista, no acababa ni a izquierdas ni a derechas, más bien, era una larga base donde las malas hierbas reposaban vagas al sol del mediodía. Miró hacia arriba para divisar su fin, ya que el otro punto del muro estaba a sus pies y lo delimitaba la tierra, al menos aparentemente, y allí estaba el final de sus piedras, por lo que este santo hombre concluyó que, podría sortearlo por su techo, quién sabe si con más o menos facilidad, ya sabemos que la destreza es un reparto injusto y no era este el caso de la habilidad. Para su suerte, hasta el mármol mejor pulido es pasto de las inclemencias de tiempo y los voluminosos ladrillos que lo formaban fueron amigos del viento y la lluvia, de la arena, el frio y el sol y su perfil se fue dilatando. Con arrojo y como un escalador novel, sin parpadeo ninguno y controlando el temblor de manos y piernas, no por una enfermedad hereditaria, sino porque el miedo, es el miedo, se inclinó a trepar. Su curiosidad en forma de consciencia le hablaba como los gatos se dicen a sí mismos, “para que quiero la curiosidad si no es para derrocharla”. Subió y subió ordenando a sus manos y pies que se quedasen quietos justo dónde él imponía, mandaba fuerza para tensar los músculos y no flaquear como un  muelle de escopetilla. A medio camino suspiró, cerró los ojos durante un instante para evitar que los muy morbosos vieran el peligro y el cercano acecho de la muerte. Sin más continuó, hasta que la pesada cima colmó. Sobre ella divisó páramos, lagos inmensos de aguas de cristal sobre los que se reflejaban hasta las estrellas dormidas y verdes prados como las cunas que cubren vastos los pinos en Andalucía. Sintió en aquel cuadro aires de libertad, sintió su propósito de libertad, y como buen correspondido, no quiso defraudarla. Volviendo por sus pasos pero por la cara inversa del muro, comenzó a descender dejando la cautela a un lado y llevándose consigo la mayor de las entregas. Pero lo mismo que la cara anterior, la base del muro servía de tumbona a la malas hierbas que ni para colorear los parajes servían y sólo al sol sabían secarse, la cara norte, la madre de las sombras, cobijaba naturalezas de diferentes índoles, sombrías y silenciosas, húmedas y deslizantes y estas últimas, llamémoslas musgo por ponerle algún nombre, lo llevaron a un encuentro demasiado forzado con el suelo para detenerlo. Sus ojos se entreabrían, borroso veía la pared que sorteaba que, ya no era un muro, sino una pared y no tengo más remedio que repetir para aclarar. Escuchaba voces que lo socorrían y para su mala suerte daban poca esperanza por su vida.

-¿Qué ha sucedido? –Preguntaba una bella doncella cubierta por un batín blanco, como el de las enfermeras.
-Este loco de nuevo. Ha vuelto a saltar la tapia del manicomio y se ha roto la espalda.


José María Fernández Vega


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