jueves, 28 de julio de 2011

El día del nacimiento

Dicen que las prisas no son buenas consejeras y la tranquilidad no es aconsejable para quien tiene prisa. Prisa, entendida como la forma de apresurarse para realizar alguna acción, no tiene la mayor importancia en un contexto corriente como por ejemplo ir a trabajar cada mañana. Quién no ha llegado tarde alguna vez sin consecuencias mayores  por mucho que nos pensemos que seremos advertidos y como máximo llegamos a inadvertidos. Es así de triste y real. Pero hay prisas que por mucho templar los nervios, siempre son mayores, estos últimos, que toda la calma del mundo que se pretenda conseguir, aun de forma engañosa para uno mismo. Y es que cuando la coincidencia se une a la casualidad, qué no hay que esperar, todo está al alcance de un suceso. Con esto vengo a decir que, cierto día o mejor dicho cierta noche que, para algo están las tonalidades de las horas, para diferenciar sus periodos, en su residencia, una joven pareja yacía tranquilamente sobre un sofá que servía de cómodo mirador a la pantalla de una televisión. Él más tranquilo que ella en apariencia, puesto que se encontraba en estado de buena esperanza, tranquilo en apariencia, repito, porque estaba tan pendiente de su mujer en cada momento que entre segundos no había descanso ninguno. Qué si estás bien cariño, que si te duele la espalda, que si te traigo algo caliente, que si lo sientes moverse, que si tienes localizado cerca el número de teléfono del médico. Ella paciente como una futura madre. Así son las parejas. Ellas están embarazadas físicamente y ellos psicológicamente. En un momento en el que se sintió indispuesta por un extraño retorcijón en el vientre fue al baño y para no alertar ni dar falsas alarmas, puesto que la fecha del desembarco del bebe estaba fijada aproximadamente para una semana más adelante, no dijo nada a su marido y simplemente se calló la boca y disimuló como un niño, mal, pero como un niño. No quiso compartir el malestar con su fiel guardián, quizás para no seguir sometida al interrogatorio de preguntas que, con la paciencia de cualquiera, por muy buena fe que se tenga, puede acabar. Aunque no sé hasta qué punto puede ser bueno ocultar estados ya que los acontecimientos se suceden en el mismo tiempo que dura un relámpago. Un fuerte quejido vino desde la luz que iluminaba el baño. El eterno marido, sobresaltado, fue flagrante a socorrer a su mujer. Cuál fue su asombro al ver qué por sus piernas femeninas chorreaban las aguas que se rompen cuando se va a dar a luz. Esa dulce mujer, asustada, a duras penas se sostenía temblorosa. Ese hombre petrificado, acudió súbito a llamar a un taxi por teléfono, pero la casualidad hizo mella y cuando los problemas vienen, suelen hacerlo en batallón. Una noche de fiesta donde la lluvia es torrencial, no había ni taxi disponible ni un burro que los pueda llevar por las colinas, sólo cabía esperar, decía la centralita, todo el mundo tiene prisa, qué quiere usted en una festividad como la de hoy. No había ni tiempo para llamar una ambulancia, ya que el niño, al parecer, decidió el momento para salir y lo quiso esa noche de agua y celebración. Él, desaliñó una cama y arropó a ella con una manta para guarecerla del miedo y de la lluvia. Con su inexperiencia, decidieron salir a buscar ayuda o algún alma bendita que los recogiera y los llevara al hospital que, es donde debían estar ya, a pesar de que días atrás, su mismo médico la enviaba a casa y que no regresara hasta casi llegado el momento, el hospital estaba abarrotado y las urgencias tienen preferencias. –Decía. En la calle ni alma ni sombra, ni ayuda ni suerte, ni respuesta a ninguna plegaria. El cielo se volvió rojo pálido y lloró con la pena de mil tristes. Por más que caminaban, el milagro no llegaba y el acontecimiento se acercaba.  Cada vez el agua era más notable. No tuvieron más remedio que guarecerse en un oscuro portal frió y hueco de sonido. Dejó caer la manta en el suelo para que la agónica víctima se tumbara. Tocaba su voluminosa barriga como un tesoro odiado, el dolor era tan intenso que apenas dejaba abrir sus pestañas. Está, liberó la salida de su cuerpo que se haya entre sus piernas y comenzó a empujar con fuerza. No tenían ni idea, estos primerizos de que, llegado el momento, el momento no se detiene. El marido soplaba el rostro de su mujer para dar frescor, apartaba los cabellos mojados de la cara y trataba de aliviarla en su sufrimiento. Los gritos de la joven pareja alertaron a varios vecinos que acudieron en su auxilio. Uno trajo agua caliente con el aroma de pétalos de rosas y paños de seda humedecidos, otro trajo cojines bordados con plata y oro para el apoyo de la madre y el otro, indigente, pobre como el hambre y negro como la piel de África, simplemente ofreció su mano. Para ayudar y dar lumbre a una escena que de por si debe ser vista para no cometer graves errores, golpeó la bombilla del portal que a duras penas ofrecía luz. De pronto se encendió y brilló como una estrella en el firmamento y parpadeaba como si el sol se reflejara en ella. La cabeza tímida asomaba entre sus piernas. Su padre, con precisión, lo ayudo abriendo aun más su paso entre las puertas de carne que daban asomo a la nueva vida. En un último esfuerzo agónico por parte de la madre y de respiro para el padre, el bebé reposó en sus manos masculinas llenas de sangre cuajada y demás restos de un parto doloroso. Desde la puerta del portal, curiosos observaban un perro que tumbado parecía mirar el acontecimiento con detenimiento y un gato temeroso por los chillidos de esa mujer. Ya se escuchaban los demás vecinos que venían a socorrer a estos pobres padres que con suerte salieron adelante.

-¡José!, ¡José! –Sollozaba entre lágrimas y risas la madre.

-María es nuestro hijo. –Dijo José.

-Bienvenido Jesús. –Dijo María a su humilde retoño.


José María Fernández Vega



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